Na pike pioco: La mentira del perro



-¿Sabe señora? Se murió mi vieja, estoy muy triste- escribió Pablo en el celular.
-¿De qué?- le pregunté a Adriana que no salía del aturdimiento ante tremenda noticia contenida en un mensaje de texto.
-TB- atinó a responder, como para ahondar mi incomprensión.
-¿Qué?
-Tuberculosis. Está lleno. Los mocovíes se mueren de eso.
-¿Era vieja?
-No más de 40 años- suspiró.
Entendí su palidez y su silencio.

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El barrio está bien separado del casco urbano. Para llegar, hay que atravesar un largo camino de dos huellas que el pastizal se encarga de torcer e indefinir. Entre las hileras de eucaliptos comienza a divisarse el caserío. No hay revoque ni pintura, apenas ladrillos huecos, chapas, lonas y barro. Tampoco tapiales, verjas ni tejidos. El patio de uno es la continuidad del patio del otro y de la calle.
Del otro lado del camino está Los Laureles, un pueblo que suma unos dos mil habitantes, entre patrones sojeros y batateros y familias de changarines y peones de campo, en el norte litoraleño de Santa Fe, lo suficientemente lejos de todo. La peor sequía en varios años hace tambalear a los animales y el viento norte me hace desear una pileta en pleno agosto.
Avanzamos por una callecita donde son más comunes las bicis y los caballos que el ruido de los motores y las ruedas levantando polvareda, y todos los gurises salen a espiar el VW Gol que se abre paso.
-¿La casa de Pablo V.?- pregunta el chofer al primer adulto que cruzamos.
-Siga don, es una de las últimas.
Antes que el barrio se nos termine, Pablo nos espera parado en la cuneta, como para indicar el sitio en un distrito de calle sin nombre ni numeración. Debajo de la remera estirada con el escudo de la secundaria del pueblo y de la gorra bordada de los Bulls, sus 20 años me parecen más encorvados que la última vez. Su mujer, de 18, sale a recibirnos con la nena upa.
-Tiene un poco de catarro- dice Pablo señalando a la beba que duerme estirando el pico y resopla como si no se percatara de que tres extraños la roden sin quitarle los ojos de encima.
-Está más gordita- se sonríe Adriana, mientras estira los brazos para que se la dejen alzar un ratito- Llevala mañana al hospital, ¿sabés?
Pablo asiente con la cabeza y nos conduce a la mesa de patas chuecas que está dispuesta debajo de la mora, en el patio de tierra. Allí don Modesto toma un poco de sombra y medio dormita estirado en un viejo sillón de cuerina bordó que exhibe, despanzurrado, sus ramilletes de guata.
La visita lo obliga a sacudirse la modorra de la siesta y estira la mano para saludar mientras se alisa un mechón de pelo canoso que insiste en mantenerse erguido. Yo no puedo dejar de preguntarme que es aquella enorme protuberancia de carne que pende de la punta de su nariz, disimulando su sonrisa desdentada.
–Me parece que es un tumor- me explicará después Adriana que, si bien es docente de Lengua y Literatura, muchas veces se atreve a diagnosticar –Lo tiene así desde que lo conozco, siempre igual.
-Buen día abuelo- lo saluda Pablo, y el hombre responde con un par de vocablos indescifrables. Pablo habla muy bien el mocoví, pero esta vez está desencajado. El viejo se ríe: “Es guaraní”.
-Nosotros, los de Los Laureles, somos mocoví lela. Después están los shipin, más del Chaco, más como los tobas. Acá en El 94 hay shipín. Yo le entiendo, pero ellos dicen distinto. Como yo estuve en Corrientes conozco el guaraní, pero él no, el nada más habla la idioma- dice sobre Pablo, que no puede disimular su vergüenza. El abuelo lo puso en ridículo con ese saludo extraño y la presencia de Adriana, la directora de la Escuela Media, y su profesor de música, que lo vinieron a visitar, lo incomoda un poco. El abuelo, mientras tanto, se relame en la broma.
-Cuentelé abuelo, cuentelé de qaqaré, cuentelé del carancho- lo incita el nieto una vez que le pasa el calor y puede volver a levantar la mirada. Entonces don Modesto se arremanga la camisa raída para empezar la historia.
-Ajá. El fuego antes era de las vizcachas, la gente comía todo crudo y pasaba frío… Y qaqaré le robó unos tizones y le llevó a la gente, que agarró el tizón, y se repartió y tuvo fuego para cocinar, para calentarse, y la vizcacha quedó sin fuego… había un montón de leña, pero no había más fuego... Y la gente dice, gracias a qaqaré, el carancho… todos se repartieron y compartieron el fuego, qaqaré ñaatic, gracias carancho- cuenta en media lengua.
Algunas cosas se acuerda de explicar, pero en otras yo me quedo mirando lejos, con la mitad de la historia entendida. Me sorprende que entre las casitas humildes que se amontonan en el barrio flamee una bandera de DirectTV. “Cosas de la globalización”, pienso, al tiempo que descubro que detrás del rancho de don Modesto -un monoambiente por el que nadie pagaría en dólares- hay un largo campo sembrado de soja. Como para confirmar mi hallazgo, pasa sobre nuestras cabezas un avión fumigador que algunas gotas de glifosato nos debe estar echado. Mientas, en Malabrigo, un pueblo cercano, los titulares denuncian el aumento de cáncer y nacimientos con malformaciones a causa del uso de insecticidas en los sembrados circundantes.

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En la comunidad de Los Laureles viven unos 250 mocovíes. La mayoría trabaja en los campos de batata, cada vez que hay cosecha. Después se la rebuscan con alguna changa. Muchas familias mocovíes mandan a sus hijos a la escuela primaria del pueblo. Los docentes de la secundaria se quejan de que los aborígenes llegan a primer año sin saber leer, y a duras penas escribiendo su nombre.
-Lo que pasa señora es que, cuando yo era chiquito, en la primaria las maestras hacían sentar a los gringos en los bancos de adelante y a los indios nos sentaban atrás, en el fondo del aula, y no nos daban pelota. Ni controlaban si nosotros hacíamos las cosas, si escribíamos algo, si hacíamos la tarea. Y después nos hacían pasar de grado- cuenta Pablo. Enseguida Adriana agrega que muchos docentes no quieren dar clases de apoyo en diciembre, entonces aprueban a los chicos “para sacárselos de encima”. –¡Y después que se arregle la maestra que viene!- grita, casi ofendida.
Después de años luchando por la apertura de una escuela bilingüe, este año los docentes de la Escuela Media consiguieron que Pablo –egresado del Polimodal, estudiante de Profesorado en Historia- fuera designado con el cargo de “maestro idóneo en lengua mocoví” para trabajar a la par en los docentes de grado de la Escuela Primaria de Los Laureles.
-Los idóneos tenemos que atender a los chicos aborígenes, pero damos clases para todos. En el aula estamos la maestra y yo. Entonces, si la maestra escribe en el pizarrón, por ejemplo, “hoy es un día de sol”, yo enseño cómo se dice en mocoví y escribo abajo. Pero me parece que a los gringos no les gusta mucho que sus hijos aprendan la idioma. Algunos ya se fueron a quejar con la directora- cuenta el flamante maestro, que todavía no encuentra su lugar en las reuniones de los recreos en la sala de profesores.

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Pablo aprendió la idioma con su abuelo, pero no todos los adolescentes de la comunidad hablan mocoví. A muchos no les interesa. A Pablo, en cambio, se ve que le gusta compartir con nosotros sus historias. “Cuentelé abuelo”, repite a cada rato. Y don Modesto arranca otra vez:
-Ajá. El dueño del mañik, el ñandú, castigaba a los hombres porque habían cazado mucho, entonces un abuelo decidió hacerle frente y lo persiguió por toda la tierra. Cansado, el mañik, se metió bajo tierra. Los hombres lo hostigaron con cantos… Salió, lo acorralaron con los perros y subió al cielo, pero el abuelo murió quemado por el aliento del Mañik. Los perros lo siguieron al cielo y ahí siguen, quedan ahí también- relata.
Adriana voltea a mirar a Pablo como esperando una explicación para lo que don Modesto contaba. A ciencia cierta, yo también la espero. Mi corazón positivista no se contenta con la verdad mágica que preña al mundo. Pero Pablo no entiende la señal, y en lugar de explicar algo le pide al abuelo que nos muestre el baile del mañik. Los 80 años no se le notan al viejo que, inmediatamente, se incorpora y empieza a dar zancadas en la tierra seca con sus pies descalzos, al tiempo en que agita los brazos en círculo, como imitando el movimiento de las alas del ñandú. Canta bajito una canción en lela, algo que me no puedo reproducir.
-¿Qué canta?- pregunta el profesor de música, entusiasmado con la melodía pero harto de no entender nada de nada.
-Va diciendo Mañik, mañik, soy José, soy cantor y bailarín, y no hay más, y no hay otro más como él- dice Pablo, que parece asumir que lleva el rol de traductor en el grupo.
El profesor se acuerda de pronto que en el baúl del auto está su guitarra, y se levanta a buscarla. Desde allá viene gritándole al viejo: “Don, yo conozco una canción mocoví que canta Zito Segovia, el “Cacique Catán”, ¿la sabe?”.
-Si- dice Modesto- pero no tengo cordiona ni flauta.
-Yo le busco abuelo- se apura Pablo y enfila para la casa de la vecina.
“Cacique Catán, kaika naka teke, kaika sogoná, kaika ta piñiki”, empieza el profe con voz ronca, un poco con temor a estar cantando cualquier cosa. -¿Está bien así, don?
-Piñík. Ajá, Piñík- lo corrige Modesto. En eso vuelve Pablo con una harmónica en la mano y se la pasa al abuelo, que prueba soplar. Rápidamente encuentra el tono, y la melodía suena con guitarra y vientos. Ahí nomás, debajo de la parra del rancho de don Modesto se improvisa el fogón chamamecero.
-¿Qué dice la canción?- pregunta Adriana, representando a los que no tocamos ningún instrumento y no podemos hilar dos notas afinadas seguidas.
-Cacique Catán, no hay conejo, no hay tatú, no hay lechiguana. Cacique Catán, no hay galleta, no hay plata, vamos amigo. Vamos al baile, vamos amigo. No hay lechiguana, no hay tatú, no hay galleta, no hay plata, vamos amigo. Don Lolé petisito, vamos al baile, no hay nada. Vamos amigo, no ya carne, no hay tabaco, la mentira del perro, vamos amigo- vuelve a explicar Pablo, mostrando por qué es idóneo en su materia.



En eso la beba que transpiraba dormida en los brazos de su mamá se despierta a los gritos. La pancita llama a tomar la teta, y nos recuerda a nosotros que ya es hora de volver a casa. Entre tanta charla y canto, se nos fue cayendo el sol de la tarde. Antes de subir al auto, por las dudas, Adriana le recuerda a Pablo que lleve a la nena al médico al otro día.
-Le voy a comprar un nebulizador- me dice Adriana mientras viajamos- Pero voy a tener que decirle que no lo preste, porque ellos comparten todo, y las enfermedades respiratorias son muy frecuentes en la comunidad. Se puede contagiar la TB.

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Sí, ellos comparten todo. Claudio, el asistente social que trabaja en el barrio, me cuenta que la idea del ahorro capitalista no existe en la cosmovisión mocoví. Cada vez que alguien junta algo de plata un día, compra toda la harina que puede, y hace tortas fritas dos días seguidos, para convidar a todo el barrio. Y así, a lo mejor pasan dos días de fiesta en la que todos comen, y después pasan hambre toda una semana. Pero lo de uno es de todos.

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Me quedo pensando si esto es una crónica de viaje. No me fui muy lejos de casa, recorrí sólo unos 20 kilómetros al norte de mi pueblo. Yo quería escribir una crónica parecida a esas que escribe el periodista chileno que me gusta tanto. Pero él escribe sobre pueblos de Estados Unidos, sobre niños del Amazonas, sobre corredores keniatas. Vive en los aeropuertos, en los hoteles, despliega su oficina portátil en los cibercafés del mundo. Yo en cambio apenas me moví de mi casa, hacia un paisaje harto conocido.
Pero evidentemente esta es una crónica de viaje: no tanto por el desplazamiento, más bien por la extranjería. Por la extranjería, por la absurda extranjería que uno siente en su propia tierra. O por la absurda extranjería que uno siente con su propia gente que, a veces, es mucho más lejana que el viejo continente y su vieja enfermedad colonizadora que todavía extermina a los mocovíes.

1 comentarios:

Anónimo | 24 de noviembre de 2009, 16:23

Muy muy buena crónica! Me trasladé a El '94, a la escuela primaria, a los chicos sentados al fondo, y ahora me siento un poco extranjera en el lugar adonde siempre creí pertenecer... Hay un mucha tela para cortar con eso de lo "extranjero" en la observación, no sé... da para unos mates también! Andre

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