A dedo II: de hortalizas y asesinatos
Una iba concentrada en el camino, mirando fijo y repitiendo mentalmente que su amiga llevaba un cuchillo en la mochila. Estaba convencida de que ese era su resguardo o, al menos, intentaba obstinadamente persuadirse de ello. El sol de las vacaciones en el norte le había dejado la piel oscura, sin embargo iba pálida y atenta. De vez en cuando espiaba por la ventanilla del costado, a ver si aparecía la luz de alguna vivienda en medio del follaje cada vez más selvático.
El vehículo se bamboleaba por el camino de tierra. Era un viejo colectivo de línea artesanalmente transformado en camión de cargas. De su anterior destino conservaba el letrero de descienda por la puerta trasera, absurdo para cualquier lector, puesto que ya no quedaban rastros del referente. Chirriando por el serpenteo del camino difícil de ver entre tanta lluvia, el coche se abría paso monte adentro. La ciudad de Salta había quedado atrás, y fue la última referencia geográfica reconocida por las viajeras. Lo demás era humedad, yungas y desolación.
-La concha de la lora, quién nos habrá mandado subirnos a un camión con cuatro tipos- pensaba la morocha mientras revisaba nerviosa el celular. Ni una línea de señal. Cada vez que su amiga la miraba, ella sonreía en una ridícula afirmación no verbal del tipo no pasa nada, va a estar todo bien. El imaginario colectivo del que se hacía eco mientras forzaba la sonrisa indicaba, muy contrariamente, que dos mochileras de 20 años subidas a un camión con cuatro tipos que promediaban los 45 y se internaban en el monte salteño por un desolado camino de tierra en un día que atardecía lluvioso y muy oscuro acababa, indefectiblemente, en violación seguida de asesinato y, probablemente, descuartización de los cadáveres. A mil kilómetros de Salta una madre le daba varias vueltas de rezo a su rosario.
En situaciones como esta cobran fuerza, evidentemente, las teorías negativas del hombre. Ningún indicio había habido, hasta aquí, de las perversas intenciones de esos cuatro camioneros con más o menos panza. No obstante el contexto había dispuesto perfectamente los elementos necesarios para el crimen que pronto iba a ocurrir. No quedaba otra salida, no podía ser de otra manera. Camioneros y mochileras por un camino perdido que no entraba en el itinerario acordado de antemano indicaba -infaliblemente- violentas figuras delictivas por venir.
La morocha se había estudiado bien el mapa y sabía perfectamente que para empalmar con la 16 que atraviesa el Chaco en línea recta no era necesario pasar por Salta capital. Por eso le cambiaron los colores de la cara cuando el híbrido que las transportaba giró con rumbo equivocado. La rubia había interpretado muy bien las señas, y el susto le fue suficiente para dejar de hablar.
En medio del chaparrón la luz de una casa se alzó a la vuelta del camino. “El lugar del crimen”, pensó la morocha, elocuentemente más fatalista, y volvió a aferrarse a la idea del cuchillo escondido en la mochila de su compañera. El chofer hizo sonar unos bocinazos y sólo un par de perros salieron en defensa del territorio. Al rato apareció un paisano, medio embarrado, medio mojado.
-Pero la puta madre, si nos dijeron que iban a tener los cajones de lechuga listos, al pedo vinimos hasta acá, pero qué manga de pelotudos che- se quejó el camionero que había bajado a concretar el negocio que finalmente tenía más que ver con verduras de hoja que con homicidios.
-Vaya al mercado de Salta don, ahí seguro consigue- se excusó el paisano que los había dejado en banda en plena selva.
-Y metimos el camión en el barro, pero cómo no avisó antes este pelotudo, pero la puta madre.
Cuando llegaron al Mercado Central, las mochileras volvieron a meter el alma en el cuerpo.
–Cheee, que cagazo que tenía. Yo cuando ví que doblamos para el otro lado dije acá no contamos el cuento- le confesó la morocha a la rubia.
-Boluda, ¡vos estabas más pálida!- se rió la otra.
Mientras, los potenciales asesinos hacían malabares para subir cajones de tomates y papas al camión.
Llovía intensamente y el trabajo se complicaba. El estacionamiento estaba lleno, había que maniobrar con la carga y asegurarla para el viaje que quedaba. Faltaban más de doce horas hasta el mercado de Resistencia, donde el grupo de abusadores contenidos tenía su propio puesto de verduras. Todas las semanas viajaban hasta La Quiaca y, desde allí venían bajando la quebrada, juntando cajones por los campos. Las chicas les habían hecho dedo en Tilcara, felices de haber pegado un viaje hasta Resistencia, que era más de la mitad del camino que tenían que recorrer de vuelta a casa.
En medio del laburo de la carga, los delincuentes se preocuparon por atender a sus pasajeras y les prepararon el calentador para poner unos mates. Cuando todo estuvo empotrado en la caja del camión, uno de los tipos, el más panzón y charlatán, cayó con una bolsa enorme de fiambres y pan. -Para la cena- dijo. Entre los asientos despanzurrados del flete artesanal, las mochileras eran unas reinas.
A la llegada al mercado chaqueño, las chicas ya tenían un remisse esperando para llevarlas hasta la Terminal. Los camioneros habían llamado antes para solicitarlo y, un par de pueblos antes, hasta se habían bajado en una disquería a comprar “algún CD de rock para las chicas”, porque arriba del vehículo no había más que rabanitos y cumbias, cumbias, cumbias.
Por supuesto que les dejaron el colchón de atrás para dormir, aún cuando venían extenuados de cargar kilos de verduras y hortalizas y descansar en estaciones de servicio. Poco miedo inspiraban ya esos malhechores que horas atrás, por condición de la leyenda, debían haberlas desmembrado y enterrado en el patio de una casa abandonada. Esta vez debe haber sucedido alguna de estas cosas: o bien funcionaron las cadenas de oración a la distancia, o bien el hombre es naturalmente bueno y es la vida massmediática la que lo corrompe. Lo sabrán los caminos.
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