Las cuevas del sur
Llevaba todo el día en cubierta, mirando incrédula las precarias casitas que apenas se sostenían incrustadas en las bardas. El mar verde o azul le era indiferente: venía de dos meses atravesándolo. Definitivamente no. La imagen de la costa no se asemejaba en nada al país mejor, de prosperidad y paz que había cantado al embarcar. Pensó que lo que había dejado, aún siendo querido, podía ofrecerle todavía menos. Consiguió darse ánimos para caminar.
Cuando llegó a la playa, de la mano de su esposo, le pareció que el sitio era otro. Quizás la algarabía de los 150 viajeros que bajaron con ella la reconciliaba un instante con el desarraigo. Desde las cuevas subía música y sombra de patas bailoteando. Por si acaso, los golpecitos en el vientre le confirmaron que estaba en casa.
Era 1865 cuando nació María. Las mujeres se apuraron a preparar pan y manteca y litros de té. Humeaban las chimeneas de las cuevas entre tanto viento y sal del sur: había nacido la primera galesa patagónica.
La muerte y la distancia cicatrizaron con ansias y la beba aprendió rápido su oficio. Hubo otro tiempo: la colonia se mudó al valle del río e hizo crecer las cosechas y las capillas por los campos. Entonces María, la partera del pueblo, ayudó a nacer a todos los demás.
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