Iemanjá y este río ancho y mestizo


-Me parece que ese de allá, el del caballo, es San Jorge. En mi pueblo lo veneran, la gente más humilde, en los barrios. Creo que en el medioevo les quitaba a los pobres para darles a los ricos. Sí, por ahí va la historia.
-Ah, mirá. Y esa, la del medio, de celeste, debe ser Iemanjá.

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La playa se organiza desde una retórica transpositiva: a la sintaxis de la playa corresponden, en orden aleatorio, bañistas, bikinis, turistas, bronceadores, sombrillas, chihuahuas, lentes de sol, churros y mates en el cono sur del mundo. Esta vez los signos son extraordinariamente ajenos a nuestras figuraciones mentales de verano

(Digo nuestras como si supiera a quién carajo incluye el nosotros.
Digo: como si supiera).


Caminando por la costanera desde Malvín hacia el Parque Rodó, los pantalones blancos y las cintas celestes, verdes, rojas son, con más potencia, el último grito de la moda oriental.
Los turistas bajan a la playa imaginando cómo relatarán la historia a aquellos para quienes el viaje tendrá sentido de narración. Los turistas son, por definición, esquizofrénicos. Viven en la simultaneidad del presente que quieren acaparar a como dé lugar, mientras desdoblan mentalmente el futuro –tan lejano como los ahorros tiren- del reencuentro y la experiencia narrada, y miran fotos de hace cinco horas con la sensación de que han pasado semanas. Ninguna percepción ocurre en los carriles cotidianos cuando se está en modo viaje. Cuando se transfiguran las coordenadas del espacio y del tiempo, ¿qué puede quedar entero en el yo? Ahora que suenan los tambores y los negros cantan en lengua extraña, la incomprensión es una fuerza de atracción indomable.

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Un negrito de unos 15 años traza un gran cuadro en la arena y clava los candeleros en las esquinas. Todos están descalzos. El negrito va de punta en blanco, con un paño celeste atado alrededor de la cintura. Las mujeres revisan y ordenan los bolsos con provisiones: hay miel, sandía, cerveza, sidra, caramelos, tortas, globos. La mansedumbre de la arena es suficiente ladrillo para levantar la arquitectura de un pequeño altar en el centro de la escena. Desde la arboleda del parque vienen bajando los hombres con un enorme barco de tergopol decorado con cintas celestes. Los vendedores ambulantes cambiaron los importados de Taiwán por un arsenal de velas de todos los tamaños -celestes, por supuesto- que se ofrecen a voluntad, señorita. Tres chiquilinas se debaten entre la Pilsen y la Patricia locales contando billetes cuyo valor les resulta imposible de comprender. Evidentemente vienen de la otra orilla, de la que no se ve, porque este río es ancho, exagerado y mestizo.

Más allá hay otro cuadrilátero dibujado en la arena. Los curiosos, por más herejes que se crean en lo profundo de su conciencia, no se atreven a cruzar el cerco sagrado. Los fieles hacen cola para ingresar. Del lado de adentro un cincuentón flaco, de cara arrugada e incisivo superior metálico, sostiene una gallina por el cogote. La primera en la fila pasa al centro del cuadro y el compadre le frota la gallina por todo el cuerpo. Después una comadre de caderas anchas debajo de un enorme faldón blanco hace lo propio con velas y ramas. Los que esperan su turno en la fila están ansiosos por pasar por el ritual.

-Les están haciendo una limpieza- explica una señora docta en la materia
-Después esa gente pasa al grupo de allá- dice, señalando el cerco anterior donde otros preparan celosamente las ofrendas.
La explicación, para muchos, queda bien corta.

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La noche toma el cielo montevideano y una multitud se apropia de Playa Ramírez y le hace crecer huecos luminosos en su extenso vientre de arena. Desde el cielo, la playa se parece al cielo: miles de velitas encendidas, protegidas del viento en cavernas de arena, dibujan un mapa celeste de constelaciones variables. Los uruguayos se toman de las manos y cantan en torno a los fueguitos. Por cada grupo hay tambores, y en cada fuego inmenso mujeres y hombres que giran y giran como endemoniados.

-Iemanjá e la reina do mar, ohh Iemanjá- repite interminablemente un grupo de bailarines. Van en ronda lenta, acompasada, a los saltitos: una mano atrás, en la espalda. El pie derecho avanza, el izquierdo se arrastra. Es como si los negros todavía estuvieran encadenados, de los tobillos, unos a otros, y el grillete no les permitiera moverse más allá.

De pronto una mujer grita, aúlla mirando al cielo con un brazo en alto. Con las uñas de la otra mano hace el gesto de arrancarse cosas del cuerpo. Los demás siguen la danza, inconmovibles. La mujer no se percata de los cientos de ojos que la observan ni de las docenas de cámaras que la fotografían, ni de los tres o cuatro índices que la señalan.

Dos minutos después una mujer cae al suelo y se queda allí, girando, reptando, como un pez fuera del agua que pide a bocanadas un par de pulmones. La ronda rueda, como si nada.

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-Dicen que acá apareció la diosa, ahí nomás se vio una luz muy fuerte- les cuenta un gitano desgastado a un par de chiquilinas que intenta recrear el ritual en su propio pocito con candela-Y la diosa es golosa, por eso se le ponen cosas dulces en los barcos. Por eso la gente toma sidra acá y los barcos se llenan de miel.

Al día siguiente la playa amanecerá verde. Entre musgos y peces muertos habrá kilos de parafina celeste y objetos inimaginables: muñecas, collares, vestidos de novia, cepillos y cartas de las que todavía se manuscriben.

Extasiados de bailar, los feligreses de Iemanjá se meterán al Río de la Plata tan profundo y lejos como puedan para dejar los barcos cargados de ofrendas dulces para su Señora. La marejada se encargará del resto.

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Los viejos lacayos de la corona trocaron su reina en estos mares. Iemanjá los llama desde el agua y les da salud, trabajo y libertad. El caminar esclavo se les quedó en el baile, el tum tum de los cueros se les quedó en la noche.

El culto afroumbanda se repite en Montevideo y más al norte, siguiendo la línea de la costa por medio continente. Es 2 de febrero y, por San Martín, todos los colectivos llevan a Playa Ramírez.

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Autor de las fotos: Libertinus

2 comentarios:

Lauri | 23 de marzo de 2010, 8:47

Crónica redondita Ani. Un placer. Sos una cronista de instantáneas.

LORD MARIANVS | 29 de marzo de 2010, 16:28

Recuerdo haberla visto en una Iglesia de Florianopolis, llena de lazos de las jovenes que piden casorio. Aunque me hubiera gustado presenciar lo de la cronica, aunque la vivi como si hubiera estado ahi leyendo..

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