Un gato negro

El gato se estiraba. Negro y esbelto, se hacía largo, largo. Tenía dos patas sobre el marco de la ventana. La cola tiesa. Con las otras patas se impulsaba hacia delante y se volvía largo y finito como una yarará. No parecía mover un músculo, ni una fibra. Sólo los bigotes se le acomodaban como girasoles apuntando al centro del deseo. Muy lentamente, el gato negro se estiraba.

La abuela se retorcía en la cama. Soñaba con el abuelo monte adentro, al galope. Soñaba con la negrita en la escuela. Soñaba con la nuca rapada del negrito lejos, en la colimba. Soñaba mientras los hijos se le perdían y nadie venía a almorzar.

La fuente de ñoquis con salsa humeaba en la mesa de la cocina. Soñaba la abuela con la mesa servida, los ñoquis en el centro y los bigotes cada vez más cerca. Dormía intranquila. Soñaba que, en la cocina, un gato negro y esbelto se estiraba y alcanzaba la fuente de ñoquis. Casi, casi.

-¡Los ñoquis!- se despertó, sobresaltada. A los gritos espantó al gato negro que ya estaba a dos centímetros de estampar un lengüetazo en la salsa tibia. Lo miró saltar la ventana y correr hacia el monte hasta que se le perdió de vista. Por el otro costado, la figura del abuelo con sombrero, a caballo, se recortaba en la huella del camino.

A la hora del almuerzo, con redoblantes militares sonaba en la radio el Comunicado Nº19.

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