A(r)mar el propio monstruo


I. Espectadores 

¿Estuvo buena la obra?, preguntan mis amigos cada vez que salgo del teatro. Lógicamente, puedo responder o no. Toda respuesta anticipará una nueva pregunta: por qué. Esta vez responderé no sé. De verdad, no lo sé. Diré que es preciso atravesar la experiencia.



El asunto es lo que encierra la pregunta. Quien la formula espera una respuesta tradicional, en tanto se figura que yo –su interlocutora- he ido a ver una obra, asimismo, tradicional; esto es, que se desarrolla en el marco de los códigos teatrales más o menos conocidos por todos: actores, escenario, público, diálogos, escenas, actos, escenografía, vestuario, maquillajes.

Sin embargo, en Morir tampoco tiene sentido, no se trata de eso. La pregunta inicial, por tanto, carece de sustento. La propuesta es distinta. No creo haber ido a ver una obra. Más bien, me parece que fui a destriparla. A despanzurrarla. A hacerle tajos desesperados para intentar hallar ahí, en las heridas, el sentido: ese episodio consolador de nuestros actos.

Hice un esfuerzo por volver a unir lo despedazado. No pude regresar la materia a su lugar. Me armé mi propio monstruo, con sus propias conexiones y entonces sí estallaron algunas ideas. Estimo que cada espectador –si es posible aplicar aquí esa categoría- hizo lo propio. Mientras ocurría, entre nosotros, el hecho-obra, algunos sonreían. Otros bailoteaban. Otros abrían extremadamente los ojos. Muchos, también, intentaban simular que no miraban.

II. Protagonistas

Sostenerse allí, bajo la luz potente de los reflectores, con un trozo de historia por contar, es desnudarse. No hablo metafóricamente. Digo: desnudarse. Con cada poro, cada pelo y cada pliegue de la piel.

La desnudez es lo más propio, lo más auténtico, lo más legítimo que tenemos. No obstante, nos esmeramos en cubrirla con otras pieles. Le interponemos capas, paredes, cortinas: todo lo que pueda interferir entre el desnudo y la mirada. En el medio sobrevive una capa más gruesa, ancestral: la del pudor. Alcanza para soportar a las demás.

Cuando se dejan caer las capas, la desnudez ilumina potentemente. Tanto que se vuelve difícil de mirar. Cerramos los ojos. Necesitamos habituar la mirada. Acostumbrarnos a la luz del desnudo. Entonces sí, nos permitimos ver a través de la enredadera del tiempo. Y la desnudez se nos vuelve paisaje. Un cuerpo desnudo es una planta rodante en la superficie del desierto.

Otro cuerpo, en cambio, es un largo registro de sonidos. Conservamos sonidos. Somos cajas de resonancia de lo que fuimos. Cazadores en un campo de mitos y terrores. Entre los yuyos, cada tanto, nos encontramos a merced de nuestras deformidades.

O bien aprendemos a nadar sobre la tierra seca. A contornearnos entre fantasmas. Como sea: a todos nos toca ser protagonistas. No hay otro modo de lidiar con la propia biografía y el deseo.

III. Escenas 

Nuestra mirada es parcial. Necesariamente parcial. Mi monstruo no se parece al monstruo de otro. Pueden compartir algunos rasgos, pero son radicalmente diferentes. Lo que veo es un retazo de la historia: apenas un detalle que me interpela. No sé qué aconteció antes. No sé qué escenas vienen después. Desconozco causas y consecuencias. Sólo tengo pedazos: retoños del rompecabezas, pequeñas escenas que generan eco. Tengo, en definitiva, un puñado de papel picado de colores encerrado en una bolsita. Para volver a mezclar, o bien, para abrir y arrojar cuando prefiera. El final siempre acontece cuando se decide salir a escena.

...........

Morir tampoco tiene sentido es una obra nacida de la biografía de Maite López, Mauro Carreras y Federico Tomé, dirigida por Paula Manaker. Puede verse (¿verse?) los sábados de agosto y septiembre a las 22 hs. en el Teatro del Rayo (Salta 2991, Rosario).


0 comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts with Thumbnails