De haikus y borrachos en el tren


El vagón se sacude como una licuadora. Suerte que los asientos son mullidos. Apenas me subí, probé su capacidad de reclinarse: bien, parece dar justo para dormir. No es la butaca de un coche cama, pero… Sin embargo, con los saltos, todavía no se me ocurre apoyar la cabeza. Cada vez que la máquina galopa y todos los pasajeros rebotamos en el asiento, tengo la sensación de que pasamos sobre cuerpos atados a las vías. Cientos de cuerpos desmembrados y un reguero de sangre entre los durmientes. Se me ocurre que hay otros villanos amarrando a sus víctimas más adelante, que las señoritas, bien atadas, dejan escapar un alarido a pesar de sus mordazas, y que el maquinista está demasiado encima cuando logra oírlas, y entonces caclán, caclán, el tren se sacude un poco, las luces titubean y hemos pasado otro cuerpo. Igual, la explicación más racional debe ser que pasamos encima de alguna alcantarilla, un puente, o un cruce de vías.

No sé. No puedo ver nada de lo que ocurre en el exterior. Cuando salimos de Retiro, a las 18.45, yo iba con mi ventanilla abierta, mirando a la ciudad que atardecía. Me entretuve un rato viendo a la luna ir y venir entre los edificios. El espectáculo de las luces a ambos lados de las vías era encantador y el tren no nos había dado, aún, ningún indicio de su ajetreo. Después pasó el guarda, agitado, cerrando herméticamente las ventanas. “Pasamos una zona fea. Tiran piedras”, me explicó. Ya me habían contado, otros viajeros, que al entrar y salir de las ciudades los trenes obligan a los pasajeros a cerrar las ventanillas para evitar que el vidrio de alguna ventana se astille por un piedrazo bien dado. El ruido a chapa golpeada confirmó las razones: el proyectil sonó cerca de mi cabeza. De ahí en más, no hubo paisajes nocturnos para mí. Sólo la postal en movimiento de la docena de personas que nos seguíamos sacudiendo adentro del vagón.

Saliendo desde la estación de Retiro, en Buenos Aires, el tren tarda seis horas en arribar a Rosario Norte. Calculábamos llegar cerca de la una de la madrugada. Para las siete, el viaje se veía demasiado largo. Apelamos a lo que pudimos para hacer pasar el tiempo: lectura, campeonatos de loba, crucigramas, haikus, pero el constante movimiento del vagón hacia tres veces más complicados los divertimentos.

-¿Quién gana?- me pregunta el vecino de asiento.

-Yo- le contesto con pocas ganas de hacer amigos. Entonces hace sonar una bola de saliva en su garganta y la escupe en el pasillo. Tenía algo de catarro, y se había pasado la hora que llevábamos de viaje haciendo eso. Confieso que cuando lo vi sentarse al lado mío no me hizo mucha gracia. Era un pibe joven, venía con un compañero que cargaba una suerte de tambor artesanal. Venía súper abrigado, con un gorro polar y una pila de ropa desprolijamente superpuesta y bastante sucia. El estado de sus peinados y los vahos que dejaban al pasar daban cuenta de que hacía varios –pero varios- días que mis vecinos de asiento no se bañaban. Y, a juzgar por las medias palabras que pude escuchar que se decían y por sus ojos terriblemente enrojecidos, diría que venían también con el sistema nervioso ligeramente alterado.

Su intento por entablar una conversación conmigo no había dado resultados, así que el vecino se levantó y se tambaleó por el pasillo hasta llegar un par de asientos más adelante. Ahí, un señor de unos 40 y tantos, de rasgos tan duros que parecía permanentemente ofuscado, le pasó una botella plástica con cerveza. El trago los hizo amigos, e inmediatamente se pusieron a compartir perspectivas sobre la vida.
Mientras tanto, el compañero del tambor aprovechó que su amigo se había levantado del asiento y se estiró para dormir a pata suelta. Yo espiaba entre las butacas mientras intentaba resolver un sudoku. Escuché que el señor de rasgos duros le contaba a mi vecino maloliente que había estado en Malvinas. El excombatiente viajaba con su mujer, mucho más joven, y con un bebé gordito de cachetes rosados. El nene estaba solo, sentado en el asiento, y se reía mientras el viaje lo sacudía. Cada tanto el padre lo agarraba, le hacía unas morisquetas, y lo volvía a tirar al asiento sin mucho cuidado. Ya sospechaba yo que, por la torpeza de sus movimientos, mi compañero de vagón no estaba sobrio.

A los gritos pasó el guarda, avisando que llegábamos a la estación de Campana. Una familia que iba en los primeros asientos descendió del tren. Nadie nuevo subió. Entonces quise reclinar mi asiento para intentar dormir un poco, pero apenas accioné el botón el dispositivo se movió levemente y se trabó. Me paré a revisar qué pasaba, ya que lo había probado al iniciar el viaje y recordaba que todo funcionaba perfectamente. Ahí me di cuenta que mis vecinos de atrás habían hecho girar sus asientos para enfrentarlos, limitando las posibilidades de recostar mi butaca. Tragué saliva y me senté a esperar tres o cuatro horas más sin dormir, a los saltos y en ángulo recto. Mientras, los que me prohibían dormir abrían un tupper del que emanaba un olor a locro que inundó el vagón. No era tentador, pero me recordó que no había comido nada desde la partida y que faltaba muchísimo para llegar a casa. Antes de subir al tren yo había pensado que cuando me diera hambre iba a ir al vagón comedor a picar algo. Pero no había ningún vagón comedor a la vista. De hecho, no eran más que dos vagones con sus respectivos baños los que componían el convoy que surcaba las pampas. Cuando pasó el guarda le pregunté sobre mis posibilidades de comprar algo por ahí. Un sánguche, una galletita, algo.

-No señorita, a esta hora todos los kioskos en las estaciones están cerrados, no tiene nada hasta Rosario- me informó muy amablemente. Eché un vistazo a mi equipaje: un par de libros, un diario y un montón de ropa sucia. Puff, mi viaje iba sumando buenas noticias.

-Un asiento cada uno por favor- aprovechó el guarda para golpear un poco a mi vecino que dormía estirado en dos asientos, y a su amigo que se había acomodado igual en las dos butacas libres de enfrente.

-Pero si hay asientos libres- se despertaron mascullando puteadas. El del gorro escupió un par de gallos más y se volvió a dormir.

En eso el guarda observó que el hombre de más adelante metía y sacaba la botella de plástico verde de su bolso.

-Señor, no puede consumir bebidas alcóholicas en el tren- le advirtió. El tipo lo apartó a los empujones y el guarda insistió. La trifulca se armó cuando el vigilante intentó quitarle la famosa botella. Entonces el tipo se levantó, forcejeó un poco con él, y finalmente decidió deshacerse del objeto de la discordia azotándolo contra el piso del tren y regando la cerveza caliente por todo el pasillo.

-Si no la tomo yo no la toma nadie- refunfuñó a los manotazos.

Yo me puse a limpiar como pude la espuma que había salpicado mi campera. La botella quedó ahí, rodando por el pasillo, y el hombre se dejó caer sobre el asiento, balbuceando broncas. La mujer acunaba nerviosa a su bebé envuelto en varias frazadas. En eso, el borracho estiró la mano y trató de arrebatárselo tironeando de la capucha.

-Vas a tirar a la criatura, Ramón -lo retó ella- Sentate ahí, Ramón, no armés más quilombo.

Yo quise hacerme la distraída. Ví de reojo que el tal Ramón se levantó y a los tumbos caminaba hacia mi lugar. Me dio un poco de miedo. Se paró al lado mío: ¿Me dice la hora, señorita?

-Las 12- me tranquilicé.

-¿Cuánto falta para Rosario?- me vio cara de chica de informes.

-Una hora- calculé. Se volvió a su asiento. En el mundo privado de su borrachera quedaba la cortesía para conmigo. El guarda anunció que pasábamos la estación San Nicolás. Ya faltaba menos. Revisé mis libros e intenté leer un rato.

Cerca de la una la locomotora se detuvo en Rosario Norte. Ya estábamos hartos. Junté rápido las cosas, me moría de hambre. Mis vecinos de los malos olores se desperezaron y el tipo con la mujer y su bebé se dispusieron a bajar también. La estación estaba vacía, oscura y fría. Por suerte había un par de taxis que esperaban en el frente. Le hice señas a uno. En eso, escucho que el borracho le pregunta al guarda: ¿esta es la estación de Zárate?

-No, señor, la pasamos hace mucho. Esto es Rosario.

-Ah- fue su única en respuesta. Tomó del brazo a su mujer y se perdieron por la calle.

Le di la dirección al chofer y el taxi arrancó. Me fui, pensando cuántos de mis compañeros del tren dormirían esta noche en la calle.

1 comentarios:

Anónimo | 27 de octubre de 2009, 11:04

IV

libros colgados
las enciclopedias
se suicidan

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