Boca, Central y mi romance con Medel


-Acá, en Rosario, somos hijos. La verdad, yo no me tengo fe- dijo el tachero cuando entendió que estaba llevando a una bostera tan fanática como él a la puerta de un hotel lujoso para ver la salida de los jugadores. –Sí, yo acá con un empate estoy hecho- insistió.
-¿A quién van a ver chicas? ¿A Insúa?- preguntó, anticipadamente convencido de que había un motivo hormonal movilizando el deseo de ver a los ídolos. Sus recurrentes intentos de entablar una conversación no encontraron eco entre las viajeras del taxi, una hincha de Boca de ley y una curiosa encubierta, mimetizada de bostera, pero al fin y al cabo farsante.
Faltaban casi tres horas para el partido con Central, pero en la puerta del hotel ya se amuchaban muchas camisetas azul y oro, de todas las temporadas. Algunas tenían una firma estampada, nosotros íbamos tras ese premio.

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El hotel no requiere ninguna descripción exhaustiva: es otro fragmento de internacionalidad revestida en vidrio y metal, con banderitas de países que nunca tendrán una bandera argentina en la entrada de sus hoteles & resorts. Tiene cinco estrellas prendidas sobre su nombre inglés, pero se nota que hay una que se está cayendo. Adentro van y vienen las mucamas que tienen el mismo traje aquí o en Katmandú, lustrando los mismos muebles y sacándole brillo a los mismos espacios. Estimo que en otras latitudes los guardias de seguridad también se plantan con la misma soberbia -y con mejores sueldos- ante la puerta giratoria por si a alguno de los nuestros se le ocurre creer, en un rapto de delirio, que tiene derecho a entrar.
Un niño con la camiseta de Román apoya la frente en el ventanal: -Mirá, mamá, ahí está Monzón, ¿lo ves?- se entusiasma. La verdad es que verlo -lo que se dice verlo- es una actividad muy complicada. Las luces del salón comedor rebotan en los vidrios y, además, el tal Monzón está muy tapado por una ronda de gente privilegiada que sí recibe autógrafos y sí puede sacarse fotos con el jugador.
En eso asoma por la escalera una figura alta, de gorra, con la cabeza un poco gacha y siempre de espaldas. –Es Lucas Viatri, es Lucas Viatri- gritan los que creen distinguir en esa silueta algún rasgo conocido. La gente corre a apretujarse contra el vidrio que más o menos deja ver algún pedazo de su humanidad. –Papá, yo quiero ver a Palermo, ¿cuándo va a salir Palermo?- inquiere un enano bastante harto de esperar en la vereda sin conseguir ni un saludo del goleador. Repentinamente la muchedumbre que rodeaba a Monzón se traslada en banda hacia otro sector del salón. Parece que apareció Battaglia. Yo no lo veo, pero escucho que alguien sale y dice “no, ni le pidan fotos porque está re mala onda”. Me quedo pensando en cómo rendirá en la cancha. La verdad, entre Seba y Riquelme no se cosechan, normalmente, muchas sonrisas.

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La policía hace su aparición triunfal cuando llega el Flecha Bus que va a transportar al plantel xeneize desde el recodo más top del Paraná en Rosario hasta el Gigante de Arroyito. Éramos una centena de personas frente al hotel, y otras tantas cámaras de fotos, fibras, fibrones y celulares. El colectivo estacionó paralelamente a la puerta giratoria, y entonces los de seguridad, empuñando unas vallas totalmente oxidadas, nos empujaron hasta dejarnos bien apretados y bien lejos del camino de los jugadores. Probamos sacar algunas fotos: sólo salía la malla marrón de la barrera. Nos quedaba seguir espiando por los agujeritos, a ver si podíamos conseguir, por lo menos, cruzar una mirada o una palabra con los futbolistas. Cuando parecía que algún jugador se venía para el micro, todo bostero padre se apuraba a subir a su bostero hijo a los hombros. Desde el balcón del edificio de al lado, una vieja seguía atentamente el espectáculo y se relamía: era como haber comprado platea.
De pronto aparecieron los paraguayos: grande Morel, grande Cáceres, se escuchó por ahí. El primero hizo oídos sordos y se subió al micro sin mirar al costado. Yo estaba apretujada entre un poste y el parabrisas del Flecha y alcancé a divisar al otro defensor que se detuvo un segundo para saludar. Después pasó un tipo canoso y panzón que no cuadraba con la figura de jugador pero vestía la indumentaria blanca con el escudo estrellado de Boca Juniors. –Doctor, curalo a Román. Infiltralo che, infiltralo a Riquelme- gritó un tipo que sudaba la gota gorda contra mi brazo izquierdo y debajo de la rodilla de uno de los infantes que observaban desde los hombros de sus progenitores. Supuse que era el médico del plantel.
El resto del equipo pasó como una flecha: Mouche, Palermo, Insúa. A Gaitán ni lo ví. Salió Basile y la gente deliró otra vez: Cocoooo, Cocooo. En eso la vieja del balcón nos avivó: “es el cumpleaños del Coco, vamo´ a cantarle che”. Y el cumpleaños feliz sonó bastante feo. Por Mitre pasaba cada tanto un colectivo lleno de canayas y entonces nos ligábamos puteadas y devolvíamos gentilezas.


Cuando pasó Krupoviesa me sorprendí: venía con el termo bajo el brazo, cebándose unos amargos. Se sentó en uno de los primeros asientos del piso de arriba, contra el ventanal, y le pasó unos mates al Presidente del club, que hacía rato esperaba cómodamente en su butaca. Pasó el Pato y se escucharon otra vez los cantitos. El gordo de al lado pidió “la selección” para Abondanzzieri y para el Pocho, y algunos se prendieron en el reclamo.


Una vez que subieron todos, el micro empezó a maniobrar para salir del estacionamiento del hotel. Tenía que dar marcha atrás y doblar la esquina con semejante carrocería. Faltó poco para que me apretara contra el poste. Ví que algún hincha se llevó un buen golpe de retrovisor en la frente, y el resto se fue detrás del coche para alentar.
La mayoría de los jugadores tenía las cortinas cerradas, pero el Loco, que iba en el último asiento, asomó la cabeza para saludar. Pa-leeer-mo, Pa-leer-mo, cantaron todos. Yo lo veía a Medel que miraba con una mueca de tristeza. De pronto me pareció que él también me miraba. Y me miró muy fijo cuando canté Chi-leee-no, Chi-leee-no. Y me sonrió, y me guiñó un ojo, y me quedé totalmente convencida de haber tenido un romance fugaz y pasional con Gary. (Confieso que no soy hincha de Boca, pero al chileno lo banco desde que llegó y me da bronca que vaya al banco).
El micro se fue y en un par de minutos no quedó nadie. El Virrey nos había pasado como un rayo por las espaldas, haciendo vientito con su camioneta de vidrios polarizados. Las familias se subieron a sus autos y desaparecieron llevándose un par de fotos movidas y ningún autógrafo. Un grupo de pibes paró un taxi. Sospecho que todos se fueron a la cancha. Mi amiga alcanzó a darle la mano al arquero suplente por la ventanilla del colectivo y nos fuimos, cabizbajas, a ver el partido por la televisión pública.

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El partido fue bastante malo y, para colmo, los presagios del taxista se cumplieron inexorablemente: el mejor jugador del fútbol argentino –según JR- metió rápidamente el primero para Central, después al tucumano le alcanzó la ronda previa de mate para clavar un bombazo en el arco de Broun, y finalmente una guapeada de Castillejos volvió a descolocar al Pato que los bosteros querían para la selección. Mi Medel casi se trompea con Jesús y el canaya festejó. En fin: primera y última vez que se me ocurre ir a esperar a los jugadores a la salida del hotel.

1 comentarios:

LORD MARIANVS | 4 de noviembre de 2009, 15:07

Vine para retribuirle la visita a mi rancho. Llego. Leo su crónica, la adivino fundamentalista bostera y no me queda otra que decirle: El próximo finde la bombonera será el campo de la gloria sabalera.

Y si... yo también la voy a seguir.

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