Domingo de Bingo: la maldición del 18



¿Acaso hay algún “entretenimiento” menos entretenido que un Bingo? Desconfío. Y estoy convencida de ello. Sin embargo, cada vez que alguno de mis progenitores incurre en el recurrente error de comprar un cartón a beneficio de la Asociación Cooperadora de no-se-qué-institución, siempre se acaba mandándome a jugarlo. Debe haber sido a la mitad del desarrollo del que me tocó jugar el domingo que me afloró en la conciencia la sentencia de siempre: “esto merece una crónica”. Raudamente saqué mi celular para capturar algunas imágenes del evento, pero puesto que éste ocurría demasiado lejos de las grandes urbes y la tecnología me abandona muy frecuentemente por esos pagos, poco pude hacer con la postal binguera encerrada en la pantalla.

Antes de comenzar, sitúese el lector –imaginariamente, claro- en un pueblo perdido del norte de la provincia, otrora conocido como “capital de la incomunicación”, durante un fin de semana en que no suceden demasiadas cosas: mucho adolescente en la plaza, mucho mosquito, mucho programa de cumbia en las FMs, mucho fútbol para todos. Y a éste, en particular, sumémosle un locutor imbécil que decía al aire, como quien no quiere la cosa, que “él no había nacido” en esa época pero que “seguro con los militares estábamos mejor” y, por supuesto, tomaba posición a favor de su colega conductor en la “pelea Tinelli/D’Elía”. Así empezó el asunto. No obstante, como si fuera poco, la sequía de meses se decidió a abandonar nuestro ignoto Macondo con el derrumbe del cielo que resultó en más de 200 milímetros de lluvia caída y varios ranchos costeros inundados.

Amén del exabrupto descriptivo, es preciso que retornemos al “binguito del Colegio” que los organizadores prefirieron llamar “Entretenimiento Familiar” para despistar, y que había sido suspendido el viernes “por temporal”, por lo que la gente no tuvo más remedio que disponerse a jugarlo un domingo a las seis de la tarde. A esa hora llegué cargando mi silleta, mis cartones en mano, mi arsenal de lapiceras y biromes por-si-alguna-se-queda-sin-tinta y mi esperanza de salvar, al menos, el dinero invertido en las boletas. Los más puntuales se acomodaron rápidamente en el semicírculo espacial donde “no pegaba el sol”, y a mí me tocó ubicar mi silloncito de camping en el lugar preciso en que el atardecer me dejaba ciega.

En esas ocasiones, protocolarmente hablando, lo primero que debe hacer uno es saludar con amabilidad al vecindario. Entre mi conurbano divisé, por supuesto, a una tía-abuela que, como siempre, se alegró por “lo linda y grande que estaba” y repitió un par de veces que no me veía “desde que era así de chiquitita”. Era una de esas tías que el tiempo dejó congeladas a los 73, que suelen tener mucha mejor suerte que yo en los “entretenimientos familiares” y que no se pierden jamás un acontecimiento así en el pueblo. Se cuentan, pues, en el grupo social de los que van a jugar el bingo porque disfrutan de la actividad y no porque madre o padre les ha enchufado el cartón sin dar lugar a resistencia alguna.

Por supuesto que antes de empezar a jugar el primer sorteo de los cartones oficiales, la Asociación Cooperadora de la institución pasó a vendernos un binguito “de dos pesos” para jugar “a la línea y a cartón lleno” por un gran premio de 120 pesos que acabó siendo compartido. Mis marcas en esa primera boletita –que adquirí como buena hija de la sociedad de consumo- fueron el presagio de lo que iba a ocurrir durante toda la noche: me quedaron siete números sin tachar. Está claro que desistí, sin embargo, de atender a los signos del destino, y renové mis expectativas y mi fe en la siguiente ronda.

Hasta cerca de las siete de la tarde el público se dividía claramente entre los sub-10 que corrían a los gritos por el predio y los post-40 que hacían esfuerzos por escuchar los números y cruzaban los dedos. Más tarde cayeron los de la franja intermedia, con los restos de rimel corrido, el tereré y la típica expresión de resaca de domingo. Ninguno cargaba silletas: improvisaron rondas en el suelo y se ocuparon más de los chismes que cada quien rescató de la noche de boliche que de llenar cartones.

Hacia el sexto sorteo de la noche confirmé que el número 18 no estaba en el bolillero. Estimé que quizás estuviera maldito, puesto que tampoco había salido nunca el 36 que, si las matemáticas no me fallan, es exactamente su doble. En cambio siempre salieron los que –a juzgar por mi experiencia en bingos- jamás fallan: el 13, el 22, el 47, el nefasto 76 y el 90. (¡No dirán luego que tantos años de escuchar cantar números no me aportaron profundos aprendizajes!).

Entre sorteo y sorteo el dj amenizaba la ocasión alternando entre el reggaeton de Don Omar y el meloso de Montaner: suficientes razones para querer cortarme las venas con el cartón. Ya iba yo por el decimoquinto termo de mate cuando llegaron las tortas fritas, demoradas por una cola de más de 20 personas en el buffet. Estaban lo suficientemente grasosas y calientes para alegrarme la vida. A esa altura comprendí que no había motivos para preocuparme por la boleta de números que esperaba en mi falda porque solían pasar más de diez jugadas sin que yo anotara un insignificante poroto.

Lo reconozco: hubo una oportunidad –una única escasa oportunidad- en que quedé a tres números de la victoria. Ahí sí se me aceleró el corazoncito. Pensaba en la vergüenza que me iba a dar tener que dar el grito de bingoooooo y en la desesperación de que –dada mi vocecita- nadie se percatara de mi cartón lleno. Sin embargo esos tres números –incluidos, por supuesto, el 18 y el 36- jamás se cantaron y, a eso de las 10, me volví a casa con más hambre que el Chavo y una nueva frustración binguera. Me fui pensando que es altamente probable que pronto me toque otra vez pasear mi azaroso encanto por entre las silletas y los equipos de mate del entretenimiento familiar de otra institución amiga. Es que los domingos de bingo tienen ese que-se-yó…

6 comentarios:

Patitof | 16 de noviembre de 2009, 16:12

jajaja me encantó, por un momento estuve en en ese pueblito y vi todo lo que pasaba a tu alrededor.

Anahí Lovato | 17 de noviembre de 2009, 8:44

Buenísimo Patitof! Señal de que las descripciones están funcionando! Gracias por pasarte por aca!

Lupis_lupita | 17 de noviembre de 2009, 13:18

está buena la crónica!! el nefasto 76 y el 90 neo-liberal (ese detalle no lo tuvo en cuenta el cronista)...

Anahí Lovato | 17 de noviembre de 2009, 21:32

Qué flojo lo mío! Cómo se me pasaron los 90! Tener lectores tan atentos asusta...

Anónimo | 24 de noviembre de 2009, 15:45

Muy bueno nena! Gran descripción... Yo ESTUVE ahí, pero del lado de afuera, en la vereda, jajaj

Anahí Lovato | 25 de noviembre de 2009, 5:30

Anónimo: ya me imagino quien es el anónimo! jejeje, me enteré -tarde- que anduviste por aquellos pagos. Por qué la crónica sobre el bingo es la que más comentarios tiene? Merece un estudio sociológico?

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