De teatro para otros públicos y espectadores expectantes

El campo de la dramaturgia es ancho y ajeno. Allí conviven obras disímiles, géneros parecidos y diferentes, propuestas vecinas y otras que se cruzarían de vereda si se encontraran en una cartelera.

Es una obviedad: habrá tantos modos de hacer teatro como personas haciéndolo. Personas con una manera singular de entender la profesión, el arte, sus objetivos, las formas de relacionarse con el público, los textos, la escenografía, los cuerpos, las luces, los silencios.

¿Para qué hacemos teatro?, se pregunta Severo Callaci en una carta abierta a sus compañeros de teatro. ¿Qué queremos lograr cuando nos sentamos a escribir una historia, cuando componemos personajes y  acciones, o bien cuando elegimos montar un texto ajeno? Montar, por qué no, como cabalgar el texto, con la fuerza de su polisemia.





Seguramente habrá miles de respuestas posibles para estas preguntas. Otras tantas podrán abrirse desde el punto de vista del espectador. ¿Para qué vamos al teatro? ¿Qué nos motiva a salir de casa en alguna noche de fin de semana, con ansias de ocupar durante algunas horas una butaca en alguna sala de la ciudad? ¿Qué esperamos del espectáculo?

Ciertamente, somos espectadores expectantes: "atentos, vigilantes, interesados, preocupados, ilusionados, deseosos", dicen los diccionarios de sinónimos. Ya acomodados en la sala, podremos componer con el acontecimiento-obra de diferentes modos.

Puede que la obra nos deje vibrando algún pliegue de nuestro ser. Nos puede hacer cosquillas para siempre y, entonces, habremos de reconocer ecos de esos espasmos años después, en otros contextos, en otros tiempos.

También puede que la obra, sencillamente, consiga entretenernos por un rato, hacernos circular por una historia que "miramos", espiamos, comprendemos, degustamos, disfrutamos, pero sin efectos colaterales.    

Cualquiera de esas instancias será una experiencia completa. Con potencias diferentes, probablemente. Pero no se trata aquí de juzgar a unas y otras como buenas y malas. Son, apenas, acontecimientos que pueden -o no- encastrar con nuestros deseos como espectadores.

Los párrafos anteriores se disparan como réplica de lo que me ocurrió cuando fui a ver "El exterminador de caballos", una obra de Sebastián Villar Rojas que el propio director define como tragicomedia.

A modo de sinopsis, el espectáculo cuenta la historia de Rafael y Marina, una pareja atrapada en su pequeño departamento, con problemas laborales, económicos y amorosos, y con deseos de adquirir uno de los pisos más caros que ofrece el mercado inmobiliario local. Una "pastilla del amor eterno" les ofrece continuidad en la relación, mientras fragmentos del pasado personal de cada uno hacen aflorar una absurda historia en común, junto a un manojo de personajes peculiares que se encargan de llevar el ritmo de las complicaciones del relato.



Personajes de clase media, pero "marginales", dice Villar Rojas, responsable también del texto. Tiene una cuota de realismo, con anclaje en referencias locales, mezcladas con resoluciones disparatadas. La idea es importada: se inspira en “Shopping & fucking”, de Mark Ravenhill,escrita en la Londres de los 90. Pero compone personajes regionales que pretenden subirse al "boom de la construcción". 

Teatroenrosario.com publicó recientemente una crítica la obra. Allí, Federico Aicardi compara a "El exterminador de caballos" con la estética y el ritmo de las sitcoms estadounidenses. Analogía acertada e inevitable: la obra de Villar Rojas suena muy televisiva. Juan Pablo Biselli, Marina Lorenzo, Lumila Palavecino y Luciano Matricardi se encargan de dar vida a los personajes, con producción de Gina Chesta. Se puede ver los sábados a las 20.30 hs. en el Cultural de Abajo (Entre Ríos y San Lorenzo).

Como buena sitcom, la obra hace reir y entretiene. No es poca cosa: la comedia es un género complejo. Hacer reir es un desafío que puede resultar frustrante. A juzgar por las carcajadas de los espectadores, esta obra lo consigue, y sostiene las risas a lo largo de sus múltiples escenas. Para lograrlo, la labor de los actores que resulta fundamental. En particular, la de quienes se encargan de personificar a los personajes secundarios, entrañables, desopilantes y con mucha fuerza escénica.

No obstane, difícilmente la propuesta consiga ahondar en otras emociones. Además, sería inexacto afirmar que ésos fueran sus propósitos. Sólo son, con exclusividad, mis deseos de espectadora expectante. Soy, invariablemente, una pequeña muestra del público que compone más fecundamente con otros códigos teatrales. Pero, por suerte, existen ofertas para muchos públicos en el teatro local, y eso es motivo para celebrar. "El exterminador de caballos" se afianza entre ellas.

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