Los olvidados de América
El BeniAmanece en Trinidad. Es enero agobiante y viene lloviendo, intermitentemente, toda la semana. En la terminal duermen, se desperezan, apilados entre bancos de madera y equipaje, varias decenas de bolivianos que quedaron varados, en tránsito hacia el norte del país.
Mucho antes del sol, las precarias transacciones comerciales han comenzado. Trinidad, al igual que el resto de las ciudades de Bolivia, es el mejor lugar para entender el mercado capitalista, con su oferta y su demanda. El precio de un pasaje no es el mismo a primera hora de la mañana, a la tarde, o llegado el horario del viaje (que, por otra parte, jamás se cumple).
A las seis de la mañana nadie sabe si podremos viajar. El intento del día anterior fracasó. De hecho, acabó con una turba de viajeros dispuestos a prender fuego la casilla de la empresa de transporte que no pudo avanzar más de 10 kilómetros por la huella de barro que atraviesa la yunga.
Muchos viajeros llevan días sobreviviendo bajo el techo de la terminal. La oferta de pasajes es boca a boca, a los gritos, escuchando conversaciones, y caminando los alrededores del lugar.
-Hace tres días que las flotas están atascadas en la selva. No van a llegar - dicen los menos optimistas. Mientras, los que quieren venderte un pasaje a cualquier precio te dicen que sí, que no se preocupe señorita, que si a la mañana no llueve la flota va a salir. O puedo conseguirle un lugar en un camión de esos, me dice un vendedor mientras señala una vieja camioneta que se bambolea llevando a decenas de lugareños colgados de la caja. A 200, propone. Es enero de 2013 y el valor de nuestra moneda hace equivaler 1 peso argentino a 1 peso boliviano en las casas de cambio de frontera.
El desarrollo del Beni es ahora, anuncian los carteles que proponen a Jessica Jordan como gobernadora por el Movimiento al Socialismo. Jessica es modelo internacional, representó a Bolivia en el concurso Miss Universo 2007 y recorrió el mundo subida a las pasarelas de la alta costura. En 2010, el Presidente Evo Morales la presentó como su candidata para gobernar el Beni, el Departamento del Amazonas boliviano y, probablemente, uno de los más postergados de Sudamérica. Perdió por pocos votos, por lo que renovó sus esperanzas para este 2013. En enero, la ciudad de Trinidad, capital del Beni, está empapelada con su cintura, su sonrisa y su sombrero tejano.
Unas 130 mil personas acomodan sus viviendas entre la vegetación de Trinidad, a orillas del río Mamoré, con una geografía y un clima diametralmente opuesto a la andina ciudad de La Paz. La lluvia tropical, seguida del sol radiante, y de la lluvia tropical, otra vez, hace brotar del suelo un sopor cálido difícil de respirar. Transpirar, en cambio, es una obligación.
Trinidad tranquilamente podría ostentar otro cartel capitalino: ser nombrada capital de la motocicleta, puesto que no hay ser humano que no circule sobre una. Los automóviles son un lujo. Si hay rodados de cuatro ruedas, son camionetas bien preparadas para lidiar con caminos difíciles. Pero, básicamente, hay embotellamientos de motos las esquinas.
-No se puede viajar. La única salida es pagar una avioneta- dice una madre de escasos treinta años y escasa habilidad para dar órdenes a sus dos hijos que corretean por las plataformas intentando cazar por la cola a un gatito.
Las plantas crecen exageradamente en las cunetas, los patios y las plazas de la ciudad. Mientras, en la antiquísima catedral colonial que marca el centro de la ciudad, el niño Jesús, recién nacido, duerme en hamaca en medio del pesebre.
Los carteles de madera pintados a mano en todos los puestos de la terminal anuncian viajes a Guayará, Riberalta, Reyes, Santa Rosa, Rurrenabaque. Todos destinos selváticos, hacia el norte, entre Trinidad y la frontera con Brasil.
Entre Trinidad y Guayaramerin, la ciudad de frontera del norte, hay, exactamente, 977 kilómetros. Google sugiere que ese trayecto puede ser recorrido en automóvil en 36 horas. Está claro que la empresa californiana no tiene la más mínima idea del clima, las carreteras, y el sistema de transporte en estas latitudes.
Por supuesto, es mucho más atinada la propuesta de la avioneta, formulada por quien apenas guarda los últimos pesos para pagar el pasaje en flota y algo que funcione como almuerzo para los críos que tarde o temprano acabarán destrozando al gato. Nadie, ninguno de los que esperamos noticias de viaje en esa terminal, junta dinero suficiente para esa empresa. A juzgar por la propuesta, los lugareños sospechan que nosotros, los cinco turistas con cara de gringos, sí. Muy lejos estamos.
La flota
Cerca del mediodía llegó la única flota que intentaría el viaje. Los pobladores del Beni llaman "flota" a un ómnibus de pasajeros montado sobre ruedas 4x4. Son coches reciclados, bastante desvencijados, carentes de todo tipo de comodidad.
Los boleteros de diferentes empresas vendieron boletos para llenar tres flotas. Cuando finalmente se supo que sólo una unidad saldría a la carretera, la situación se tornó caótica. A empujones, conseguimos boletos para viajar de pie, en el pasillo de la flota, en un trayecto de menos de 400 kilómetros que duraría 17 horas.
El viaje
En la llanura pampeana 400 kilómetros en micro significan unas 5 ó 6 horas de viaje. Por la selva, hundiendo las ruedas en el fango profundo del Beni, se avanza a paso de hombre, si es que se tiene la suerte de avanzar.
Una bandera deshilachada culmina un improvisado mástil sobre una todavía más improvisada balsa de maderas atravesadas. El navío se dispone a pasar el Río Mamoré. Encima se acomoda una unidad de la flota Yungueña, con pasajeros arriba y abajo. En el buche del ómnibus hay equipaje de todo tipo, y hasta una moto y mobiliario del living de una casa. Vale todo.
Una lanchita de madera con un pequeño motor empuja la balsa. En la otra orilla, un colectivo similar, de la compañía Unificado, embarrado hasta el techo, espera su turno para retornar.
Nuestro destino es Rurrenabaque, el poblado con más atractivos turísticos del Beni. Es selvático y se ordena al pie de unas pintorescas serranías, a orillas del río Beni. Está muy cerca del Parque Nacional Madidi, la puerta de entrada al Amazonas, a la biodiversidad, la aventura y los rituales tribales. Al menos, así se vende a los miles de turistas de habla inglesa que llegan por aire al paraje boliviano de nombre impronunciable. En el pueblo de apenas 13 mil habitantes, el 75% de la cartelería está en inglés. Los safaris se anuncian en todas las esquinas, acompañados de fotografías de coloridos guacamayos y enormes boas enroscadas.
Llegar de Trinidad a Rurrenabaque es extremadamente difícil. La flota hunde la trompa en los pozos del camino y emerge de las ciénagas como si atravesara un océano encrespado. Parados en el pasillo, la sentimos bambolearse de lado a lado, de 45 a 135º.
La estabilidad pende de un hilo. A la vera del camino, agua, litros y litros de agua. Secretamente, imagino que si tumbamos nos ahogaremos en alguna de esas lagunas de semanas de lluvia tropical. Vamos pálidos, agarrándonos con fuerza de los asientos, rebotando contra los pasajeros. A veces, gritamos. Nos miramos, buscando seguridad en el ojo ajeno.
En algunos tramos del camino, nos encontramos con colas de flotas y camionetas atascadas en el barro. La espera exaspera. Hace calor, tenemos hambre, estamos acalambrados por tantas horas de pie. En eso, aparecido del medio de la nada, un heladero se acerca al micro, blandiendo una conservadora y una cuchara.
En pocos minutos, todo el colectivo sorbe su helado milagroso de fresa y vainilla en cucurucho. La fila se mueve. Avanzamos.
Exhaustos, llegamos a San Ignacio de Moxos. Primera parada. Nos bajamos a estirar las piernas, con los nervios a la miseria. Desde aquí el camino está mejor, nos informan. Estruendosa mentira: el camino está igual o peor, sólo que ahora se suman tramos de puentes en construcción y pésimamente señalados. La destreza del conductor de la flota para esquivarlos es superior a la de cualquier piloto de Dakar.
Cabe señalar que en las terminales bolivianas hay carteles que recomiendan a los señores pasajeros chequear que el conductor no se encuentre en estado de ebriedad. Ciertamente, no hicimos caso a la recomendación. Bien podría nuestro chofer haber conducido borracho, pero esto no parece haberle disminuido los reflejos para el volantazo a tiempo.
Tras una parada en San Borja para cenar, continuamos bamboleándonos en el pasillo por 8 horas más hasta llegar a la terminal de Rurrenabaque. Allí descendimos. Nosotros, los turistas. A los lugareños, en cambio, les esperaban unas 24 horas más de viaje en similares condiciones, por senderos borrosos. Respiramos aliviados.
El agua
- Que no envíen más flotas desde La Paz, tenemos 300 pasajeros varados en la terminal, no traen dinero, y tenemos que darle de comer- rogó hace pocos días Yerko Núñez, alcalde de Rurrenabaque.
Foto: la-razon.com |
Muy cerca del río Beni, en Rurrenabaque hay lujosos hoteles con piscina. Es que Rurre no se parece al resto de las poblaciones del Beni. Magistralmente mezcla su infraestructura internacional con casillas de madera y techos de palma. El agua les ha llegado por igual. Arrastró las embarcaciones hacia las calles del centro. Y
arrastró también las casas frágiles de la costa.
La región del Beni está incomunicada. Siempre lo estuvo. Transitar sus caminos es difícil. Comunicarse es difícil. El Beni está siempre un poco bajo agua. Un poco embarrado. Un poco fangoso. Pero este año está todavía más hundido.
A Rurrenabaque, donde llegan los dólares, también pueden llegar las avionetas, a rescatar primero a las mujeres y los niños de las familias varadas o inundadas. Los pequeños pueblos de la región, en cambio, no pueden aspirar a eso.
Foto: lostiempos.com |
Los puentes fueron rebasados. Las carreteras están bajo agua. Se mueren los bueyes que pastan en la sabana del Beni. El alimento se acaba. En total, las familias damnificadas en Bolivia suman más de 35 mil.
El recuerdo
Cuando hicimos ese camino boliviano, la marcha fue extremadamente difícil. Aún nos cuesta explicarnos cómo pudimos llegar desde Santa Cruz de la Sierra a Guayamerín, en pleno verano lluvioso, atravesando el Beni bravío. Fue necesario combinar varios medios de transporte. Tuvimos la sensación de estar varados, estancados, perdidos. Pero salimos. Mandábamos mensajes felices y tranquilizadores a casa, aunque, ciertamente, no estábamos tan bien.
Un año después, llegan noticias trágicas. Los nombres nos suenan, nos retumban. Nos recuerdan espacios, sabores, olores. Puerto Yata. San Borja. Santa Ana.
Al Beni sólo se llega en época seca. Sólo la mitad del año. Durante la otra mitad, el Beni es el Beni en soledad, sin Bolivia.
Me acuerdo ahora de Sonia. Una mujer risueña y petisa, madre de Atalid, un niño también petiso, regordete y hablador, siempre con una camiseta del Barcelona FC. Viven en Riberalta, en la casa pegada al instituto de inglés. Nos acompañaron en la flota que atravesó el río Mamoré. Venían de Santa Cruz. Hasta allí habían ido, la víspera de año nuevo, para hacer unos estudios médicos. Casi 3000 kilómetros de esos caminos recorrieron, madre e hijo, de ida y vuelta a su casa, para ir al médico.
Recuerdo, también, que en su campaña Jessica proponía el mejoramiento de las carreteras como prioridad para el Beni. Pero perdió la elección, esta vez por muchos votos. El gobernador actual hoy ya no sabe cómo sacar evacuados y agua.
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