Los NN de la Chacarita
En el cementerio más grande de Argentina
hay mausoleos señoriales tan amplios y tan costosos como muchos monoambientes a
estrenar. Hay tumbas olvidadas. Hay celebridades. Hay mucho mármol. Hay calles
y diagonales. Y huesos. Fundamentalmente, hay muchos huesos.
En algunas parcelas, esos huesos están
perfectamente ubicados, registrados y nomenclados. El osario general, en
cambio, es un camposanto de centenares de metros cuadrados de huesos sin
nombre. Es un inabordable mejunje de ADN.
Maco sabe que buscar allí es
imposible. Humanamente imposible. Por eso se cuida de no ceder ni una mínima
porción de esperanza a la familia de María Cristina que ahora, de pronto, sabe
que ella está ahí, en algún lugar de la Chacarita, debajo de la gramilla que
crece junto a la cruz mayor, recostada contra el largo paredón de calle
Newbery, debajo de tanta cera derretida y tantos pétalos de plástico.
Más de treinta años de huesos se
acumularon entre el cuerpo de María Cristina y la superficie. Al osario común
van a parar los viejos muertos, los que ya no caben en la economía de las
tumbas. También los muertos que nadie reclama. Todos esos huesos se echaron
sobre María Cristina, a quien sí buscaban.
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Foto: Carlos Garcia Granthon |
El 17 de octubre del 2014, a las 5 de
la tarde, los informativos nacionales se llenaron de placas rojas con grandes
títulos catástrofe. Urgente. Último
momento. Identificaron el cuerpo de Luciano Arruga.
En la sede del Centro de Estudios
Legales y Sociales se improvisaba una conferencia de prensa. Hacía apenas dos
horas que la familia había recibido la noticia. Llevaban cinco años y ocho
meses de búsqueda.
Durante la conferencia, la mamá de
Luciano no pudo emitir palabra. Respirar era difícil. Pensar: quimérico.
Responder preguntas: absurdo. Apenas podía escuchar y sostenerse medianamente
erguida sobre su sistema nervioso. En cuanto se apagaron las luces de las
cámaras, sintió que tenía permiso para desmayarse y se desplomó.
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Foto: lanacion.com |
Adriana y Fernando llevaban treinta y
siete años buscando cuando sonó el teléfono. Era Carlos "Maco"
Somigliana, del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Les pedía que
viajaran a Buenos Aires para contarles detalles sobre la identificación de María
Cristina Alvira -madre de Fernando y hermana de Adriana- desaparecida el 5 de
mayo de 1977, secuestrada por las fuerzas del ejército en San Nicolás.
Cerca del mediodía llegaron a la
oficina de Once. Allí los esperaba Maco, con algo de documentación dispuesta
sobre una larga mesa y el mate listo para comenzar la ronda.
De a poco, los Alvira se fueron
enterando que María Cristina fue trasladada de San Nicolás a Capital Federal.
Su cuerpo apareció una noche, en la calle, junto al de otras dos personas, en
Canalejas (hoy Felipe Vallese) al 400. Esa escena fue el saldo del fusilamiento
de tres detenidos-desaparecidos, aunque los diarios de la época lo presentaron
como una "operación antisubversiva”.
En San Roque, una colonia agrícola de
pocas familias, en el norte de Santa Fe, a más de 700 kilómetros del
fusilamiento, Adriana leyó la noticia. Tenía 16 años. No imaginó que la NN
femenina a la que refería el artículo era su hermana María Cristina, de 23.
"Haber identificado a las
personas que murieron esa noche con ella y saber que esas personas fueron
vistas en el centro clandestino de detención conocido como El Atlético nos
permite suponer que María Cristina también estuvo allí", les explicó Maco
en la oficina del EAAF. Daniela, la esposa de Fernando, no pudo contener la
emoción y lo tomó con fuerza del brazo.
"¿Escuchaste? Tu mamá estuvo en El
Atlético", alcanzó a decirle. Las miradas desconcertadas del resto de los
participantes de la reunión se dirigieron hacia Fernando: "Yo trabajé en
El Atlético, probando un método científico para recuperar información sobre las
personas que estuvieron detenidas ahí. Nosotros sabíamos que a mi mamá la
habían visto y escuchado en los centros de detención de San Nicolás. Nunca me
imaginé que podía haber estado en El Atlético".
La historia de la desaparición de
María Cristina parece estar plagada de mojones que dicen acá estoy, acá estaba.
Pequeñas pistas, un camino de migajas de pan como guiños desde un pasado cercano
y doloroso. El Atlético fue apenas el primero de muchos descubrimientos por
venir.
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Horacio, María Cirstina y Fernando (bebé). |
"Lo mató la policía", dice
la bandera negra que ondea frente al Espacio para la memoria social y cultural
Luciano Arruga que funciona hoy en el lugar donde se emplazaba una dependencia
de la Comisaría 8º de Lomas del Mirador, sobre la calle Indart, en La Matanza,
en el conurbano bonaerense.
Allí estuvo Luciano la noche de su
desaparición, el 31 de enero del 2009. Pero no fue la única vez. Unos meses
atrás, en septiembre, la policía bonaerense lo detuvo en la calle y lo metió ahí
adentro por ocho horas. Dicen que por "averiguación de antecedentes".
Dicen que lo acusaban de haber robado un MP3 y un celular.
"Acá se liberaba la zona y la
policía regenteaba pibes para que robasen para ellos", explica Mónica, su
mamá. A Luciano le habían ofrecido meterse en el negocio, pero se negó. Ahora, ella
tiene la certeza de que allí comenzó su calvario. Lo persiguieron, lo
amenazaron, le prohibieron circular por ciertas zonas del barrio. Luciano
estaba asustado: casi no salía de su cuarto. Apenas caminaba las cuadras que lo
separaban de la casa de su tía o de su hermana.
La primera vez que lo detuvieron, su
hermana lo fue a buscar. Cuando llegó a la comisaría, lo escuchó: "Vanesa,
sacame de acá porque me están cagando a palos", gritó Luciano.
La noche de su desaparición, a Luciano
lo volvieron a meter en la casa donde funcionaba esa dependencia policial. Tenía
16 años. A los 16 años, Luciano -y cualquier otra persona en el mundo- es un
niño. Así lo determina la Convención Internacional de los Derechos del Niño, a
la que Argentina suscribió, sancionándola con fuerza de ley, en 1990.
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Foto: laizquierdadiario.com |
El 5 de mayo de 1977 María Cristina estaba
en su casa del barrio Santa Rosa, en San Nicolás. Eran las 11.30 de la mañana. También
estaba Horacio, su pareja, Raquel -su hermana, que estaba de visita- y Fernando,
su único hijo, de 9 meses.
Con la luz del sol del mediodía, un
carro del ejército estacionó frente a la casa de Alvear 1519. Entre 12 y 15
personas, con armas largas, vestidos con uniformes del ejército, descendieron
del vehículo.
Un alambrado frágil separaba el patio
de la casa de María Cristina del patio lindante. Entre los alambres, un vecino
pudo ver y oír la irrupción de los uniformados. El teniente coronel lo llamó a
entrar a la casa y le entregó al bebé.
Fue la última vez que vio a María
Cristina: tenía la cabeza apretada bajo una bota militar. Desde el suelo, ella
le pidió que le diera de comer a Fernando y le indicó dónde encontrar ropas y
alimentos.
Al vecino, de apellido Perazzo, le
ordenaron presentarse con el niño el lunes por la mañana en el destacamento. Petrificado,
vio como los miembros del ejército amordazaban a María Cristina, Horacio y
Raquel y los cargaban en el baúl del vehículo. El vecino cumplió la orden. A
Fernando lo dejaron en un orfanato, bajo vigilancia militar, a cargo del sacerdote Miguel Regueiro.
Unos días después un mensaje anónimo llegó
a Santa Fe, a la casa de los padres de Horacio. Avisaba que los chicos habían
caído detenidos.
Vicente y Amelia, los padres de María Cristina y Raquel,
llegaron junto a Anselmo a San Nicolás. Se presentaron ante Manuel Fernando
Saint Amant, jefe del Área 132 del Comando del Primer Cuerpo de Ejército. Allí,
bajo amenaza de no entregarles a Fernando, el teniente coronel los obligó a firmar
un documento que acusaba a sus hijos de delincuentes subversivos.
La noche anterior al secuestro, los
militares se habían llevado a Pablo Martínez. Fue él quien escuchó, más tarde,
que pusieron a varias personas, juntas, en el cuartito donde estaba detenido. A
una de ellas la llamaban Tina.
Durante los interrogatorios, recuerda Pablo, otra mujer manifestaba que estaba
allí de visita. Esa voz, oída en el centro clandestino de detención, es el
último registro conocido de Raquel Rosa Alvira. De María Cristina, finalmente,
fue posible saber algo más.
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María Cirstina, Horacio y Fernando (bebé). |
Vanesa piensa que si Luciano hubiese
nacido en otro barrio, estas cosas no le habrían pasado. Nadie lo sabe con
certeza. Pero, de no haber ocurrido lo que ocurrió, la noche del 5 de agosto de
este año Luciano habría gritado con el alma los goles de Alario, Sánchez y
Funes Mori y habría cantado el dale
campeón que unió a todos los hinchas de River en el festejo de la
Libertadores. Porque Luciano era gallina. Le gustaba jugar a la pelota y tocar
la guitarra. Y salía en un carrito a juntar cartones.
La sonrisa de Luciano se recortó en el
molde de los esténcils y se pintó con aerosol en las paredes, los postes y las
banderas, como hace siempre la memoria popular para multiplicar lo querido, lo
reivindicado, lo añorado.
Sin Luciano
no hay nunca más,
dicen los revoques del barrio. Pensando
en vos, siempre, extrañándote, el mural pintado en blanco y negro sobre la
pared de la casa de Luciano, debajo de las hojas carnosas de un gomero, en la
esquina de Perú y Bolívar, en Lomas del Mirador, del otro lado de la General
Paz.
El destacamento policial donde
mantuvieron cautivo a Luciano la última noche de su vida fue abierto en el año
2007, a pedido de los vecinos del barrio, que reclamaban más seguridad, como
casi todo el mundo a lo largo y ancho del país, en regiones donde pasan y no
pasan cosas.
"Decían que nuestro barrio era
una zona roja, una zona peligrosa. Pero el lugar más inseguro era la propia
comisaría", subraya Vanesa y agrega: "A mi hermano se la tenían
jurada porque había decidido no salir a robar".
La noche de la tragedia, Luciano iba
camino a la casa de su hermana. Vanesa lo esperaba. Y, desde esa noche, no dejó
de esperarlo.
Pasadas las 3 de la mañana, Luciano
intentó atravesar corriendo la Avenida General Paz, a la altura de Emilio
Castro, entrando hacia Capital Federal, por un lugar donde no hay cruce
peatonal. Un joven de 21 años lo atropelló. Una ambulancia lo llevó al hospital
Francisco Santojanni, a unas 40 cuadras de su casa. Allí Luciano murió, tras
una operación, el 1º de febrero de 2009. No llevaba documentos.
Inmediatamente, la familia de Luciano
Arruga comenzó la búsqueda. Primero, en la comisaría. Después, en los
hospitales. La policía sugería que Luciano se había escapado con una noviecita.
En los hospitales, nadie tenía información.
Ese mismo día, la mamá de Luciano pasó
por el Santojanni. El cuerpo del niño de 16 años estaba adentro. Sin embargo, a
su madre le informaron que allí había un chico atropellado. Nada más. Mónica no
sabía qué buscar.
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Foto: lagaceta.com.ar |
En 1977, Vicente viajó muchísimas
veces a Buenos Aires. Iba a buscar datos, a pedir, a preguntar. En los
ministerios, en la embajadas. En ese transitar, es probable que haya pasado muy
cerca del Atlético. Es probable, también, que años más tarde haya pasado cerca
de la Chacarita.
En medio del campo, en San Roque, para
los Alvira las jornadas se medían según el clima. Si llovía, los caminos se
anegaban y Vicente no podía salir a tomar el colectivo o el tren a Buenos
Aires. Bajo la luz de un farol, Adriana, la más pequeña de las hermanas,
redactaba las cartas y habeas corpus que su padre entregaría en las oficinas
porteñas.
En mayo de 1977, el frío del cono sur
apretaba más de la cuenta. Todos los días que siguieron, mientras avivaba el
fuego de la cocina a leña, Amelia se preguntaba si acaso sus hijas estarían
abrigadas. Todos los días, desde el 5 de mayo.
Los domingos, Amelia iba a la iglesia.
Allí su preocupación era otra: pedir una oración por las ausentes. Se
preguntaba cómo. "Por el eterno descanso, no", decía, "porque yo
no sé si María Cristina y Raquel están vivas o muertas". La incertidumbre
de quienes buscan a un desaparecido es tan simple y abismal como eso.
Meses antes de esos días de mayo,
María Cristina mandaba cartas a su familia. "Llegaban abiertas, pasaban por
algún control", recuerda Adriana. Eran papelitos -más o menos largos, con
y sin renglones- escritos en diferentes momentos del día, guardando las impresiones
sobre la cotidianeidad. Fundamentalmente, María Cristina les contaba detalles
de Fernando. Cómo crecía "el mocoso", los dientes nuevos, sus
primeros balbuceos. Según su mamá, Fernando era un gordito hermoso, de ojos muy
grandes y curiosos, pestañas prolongadas y dedos de los pies muy largos.
"Como los dedos de los Alvira", escribió. También les decía que los
extrañaba mucho, que por favor fueran a visitarla, para Navidad o para Año
Nuevo. Y les enumeraba las prendas que amorosamente tejía para su gordito.
Adriana atesora esas cartas con
muchísimo cuidado. Están prolijamente guardadas en los folios de una carpeta
verde. Más de 30 años después, la letra sigue mostrando la caligrafía redonda
de la escuela primaria, pero los papeles se pusieron amarillos. En medio de los
renglones escritos por María Cristina, también hay intervenciones de Horario.
Son los únicos mensajes que Fernando puede recuperar de su papá.
Horacio, María Cristina y Raquel eran
militantes de la Juventud Universitaria Peronista en la capital santafesina.
Estudiaban en la Universidad Nacional del Litoral. Horacio cursaba Derecho, al
igual que Raquel. María Cristina había elegido ser bioquímica. Por su
militancia política, los tres fueron expulsados de la Universidad. En 1999, sus
fichas universitarias fueron localizadas en un sótano de la Facultad de
Periodismo de La Plata, junto a otros casi 600 documentos de estudiantes suspendidos.
Cuando Vicente y Amelia recuperaron a
Fernando, en 1977, decidieron dejarlo en Santa Fe para que creciera en casa de
los abuelos paternos. La familia de Horacio estaba devastada por el dolor. Los
Alvira creyeron que tener a Fernando cerca los ayudaría.
Fernando crecía y sus abuelos se
ocupaban especialmente de mantenerlo alejado de cualquier participación
política. Terminó la secundaria, ingresó a la Universidad. Se graduó de
Licenciado en Química. Hoy es profesor universitario e investigador de CONICET.
También es el papá de dos "mocosos" de ojos muy grandes y curiosos,
pestañas prolongadas y dedos de los pies muy largos.
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Fernando. Foto: Rosario/12 |
Luciano Arruga usaba gorra, como todos
los pibes de la periferia de todas las ciudades argentinas. Para la clase
media, un pibe de gorra es el que te va a robar. En la secundaria, los docentes
les piden que se la saquen, que no las usen en el aula. "Eh, profe, aguantá.
No le diga gorra", los corrigen, delimitando el universo conceptual.
"Esto es visera, profe. La gorra es la yuta".
Todas esas marcas sociales pesaban
sobre Luciano, aunque Luciano llevaba también las marcas de la violencia
policial. "Mi hermano se enfrentaba una y mil veces con situaciones que
los pobres naturalizamos", cuenta Vanesa. "¿Por qué me tengo que
bancar que me peguen, que me digan que soy un negro de mierda, un negro
villero? ¿Por qué tengo que agachar la cabeza?", se preguntaba. "Porque
es así", le respondía su hermana, "porque si te encierran, no te
vamos a poder defender y ahí adentro la vas a pasar peor".
A Luciano lo identificaron a partir de
un habeas corpus presentado en 2014. Un documento parecido al que redactaba
Adriana en el campo y Vicente traía a Buenos Aires, en el 77. La familia de
Luciano ya había presentado otros documentos similares, pero éstos habían sido
rechazados.
Ese nuevo habeas corpus finalizaba con
un párrafo contundente, destacado en negrita:
"En esta oportunidad lo importante es que el Estado Argentino en su
conjunto ponga el máximo empeño y compromiso en dar una respuesta a la pregunta
que hacemos los familiares, los organismos que acompañamos esta búsqueda y la
sociedad en su conjunto: ¿Dónde está Luciano Arruga?"
El cuerpo de Luciano Arruga estaba
enterrado como NN el cementerio de la Chacarita, el más grande del país. Lo
identificaron porque sus huellas dactilares existían en el registro policial.
Databan de septiembre de 2008, aquella ocasión en la que el niño había sido
secuestrado y torturado en la comisaría de Lomas del Mirador, cuatro meses
antes de su desaparición, como antesala de la muerte.
En el hospital Santojanni también se tomaron
huellas digitales del cadáver de Luciano. Lo fotografiaron. Fueron esos
documentos los que, casi seis años más tarde, permitieron la identificación de
los restos.
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Foto: lanacion.com |
A María Cristina la asesinaron el 2 de
junio del 77, junto a Carlos Gaud y José María Salgado. Cuando lo supo,
Fernando no pudo contener el llanto: "2 de junio es la fecha del
nacimiento de Estanislao, mi segundo hijo".
La muerte fue asentada en un acta
policial que Maco les leyó detenidamente. El texto mencionaba la presencia del
cuerpo sin vida de una persona de sexo femenino, de tez blanca y cabellos
castaño oscuros, vestida con una prenda tipo batón color verde, pulóver beige y
mocasines marrones.
En la seccional 11va de la Policía Federal
se tomaron las huellas dactilares del cuerpo de María Cristina. Las otras dos
personas, asesinadas junto a ella, fueron identificadas rápidamente, en apenas
24 horas. Eran de la provincia de Buenos Aires y sus huellas se compararon con
la base de datos local. Pero las huellas de María Cristina estaban en poder de
la policía de Santa Fe. Por eso su cuerpo permaneció registrado en los informes
como NN femenino.
"En una carpeta aparte dejé unos
archivos más. Son fotos. Fotos que se tomaron en la morgue", dijo Maco,
exagerando las pausas y mirando con firmeza a sus interlocutores.
Sobre la pantalla de la computadora,
Fernando volvió a ver a su mamá. La última vez que la había visto tenía 9 meses
y nombraba en sílabas su presencia. "Ma-má". Los ojos grandes y las
pestañas prolongadas se le llenaron de agua.
Sobre la pantalla de la computadora,
Adriana volvió a ver a su hermana. La última vez que la había visto tenía 16
años. Se habían encontrado en alguna visita fugaz, clandestina, escondida en
casa de algún pariente lejano. Detrás de los lentes de profesora de lengua, los
ojos se le llenaron de agua.
Se abrazaron intensamente, por un
largo rato. "Tiene puesto el mismo batón del día que la
secuestraron", quebró el silencio Adriana.
Allí se quedaron, durante larguísimos
minutos, mirando una foto, iniciando el duelo que habían postergado durante
muchísimos años.
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Foto: Graciela Borda |
El cuerpo de Luciano Arruga estuvo dos
meses en la morgue judicial. El de María Cristina, casi tres. El primero de
septiembre de 1977 le dieron sepultura en el cementerio de la Chacarita, en el
tablón 22, en la manzana 2. Permaneció allí hasta el año 1982. Puesto que nadie
pagó el canon correspondiente por el sitio que ocupaba, sus huesos se
destinaron, finalmente, al osario general, donde hoy descansan, debajo de más
de 30 años de huesos ajenos.
…..
En Lomas del Mirador viven casi diez
mil personas por kilómetro cuadrado. En Colonia San Roque, en el norte de Santa
Fe, hoy solo queda una decena de familias. Casi 800 kilómetros de distancia los
separan. Sin embargo, las historias de Luciano y María Cristina tuvieron un
destino común.
Dos mil ochenta y cuatro días pasaron
hasta encontrar a Luciano en la Chacarita. Trece mil seiscientos veintisiete hasta
encontrar a María Cristina en el mismo lugar.
…..
En la Chacarita está enterrada Gilda.
También está Homero Manzi. Carlos Gardel. Benito Quinquela Martín. Y muchísimas
personas sin nombre.
Sentada sobre el piso
de mármol, en una entrevista para infoNews, Vanesa dijo una vez que pensar en
encontrar el cuerpo de Luciano le hacía sentir una cosquilla que le nacía en
los pies y le llegaba hasta la panza. Para ella, significaba cerrar una etapa:
llorarle a alguien, a un par de huesitos, a lo que haya quedado después de
tanto tiempo. En octubre de 2014 la familia de Luciano Arruga pudo hacer el
duelo. Y empezar una nueva lucha: la de la verdad.
Una tarde de agosto de ese mismo año,
Fernando y Adriana pudieron, por primera vez, llevarle flores a María Cristina.
Fueron los pétalos de una certeza. Fueron la renovación de una pregunta: dónde
están Raquel y Horacio.
1 comentarios:
Hola Anahí, buenos días. Soy Antonio Mie Besso y estudio Comunicación Social en la Universidad Nacional de Villa María. Leí tu artículo sobre el "Periodismo ubicuo, el flujo de trabajo del periodista móvil" que está en el libro "Reflexiones móviles..." por lo que me surgió la necesidad de hacerte dos preguntas:
1. En el libro afirmas que “si bien muchos medios han dado el salto adaptativo en la esfera de los contenidos, no ha ocurrido lo mismo en la esfera de las rutinas profesionales de los periodistas que la producen”. ¿A que causas atribuís que este segundo salto adaptativo no se realice?
2. En la misma obra decís que “el periodismo móvil constituye un trabajo horizontal, igualitario, en la medida que representa una tarea que puede ser realizada tanto por las empresas de medios más grandes y con mayores recursos como por los medios de nicho o pequeños emprendimientos periodísticos”. ¿Creés que es el camino hacia un espacio mediático más democrático?
Saludos!
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