Breviario de una excursión por Chile I: Atacama y Antofagasta

Día 1

Increíblemente, el tren parte a horario de Rosario Norte. Apenas hay espacio para gente entre tanta mochila, guitarra y conservadora con sánguches. El entusiasmo es grande, los ventiladores son chicos. Aprieta el calor del 13 de enero. Unas 20 ó 30 hojeadas a los mapas del Atlas Firestone nos separan de la estación de Tucumán.

Día 2

El colectivo sale en 8 minutos, anuncian apuradas M. y L., las primeras en asumir el liderazgo de las consultas. Menos de media hora será el tiempo de permanencia en San Miguel de Tucumán. La sed de playa nos lleva disparados a la próxima ciudad. Somos 7 y armamos enormes parvas de equipaje en cada Terminal. Nos odian los que arrastran valijas con ruedas, perfectamente ordenadas para que nada se arrugue, mientras nuestros tarritos y ollas tintinean colgando de hilos y bolsas.



Un par de horas en Salta son suficientes para tomarnos varias cervezas en el hostel, cruzar tres conocidos en la ciudad, huir despavoridos de una peña, cenar empanadas picantes y extraviarnos en el mapa.

Día 3

El café con leche helado del hostel tendrá consecuencias. Son las 7 de la mañana y en las corridas ya perdimos una carpa. Calculamos llegar al Pacífico a las 10 de la noche. Hasta aquí hemos planificado el viaje. Una familia chilena que comparte con nosotros los últimos asientos del Pullman nos introduce en el léxico trasandino. Nos convencen de probar completos e insisten en desviar nuestro camino hacia Iquique. Dudamos, pero las cuentas –monetarias y temporales- no cierran por ningún lado.

El camino del Paso de Jama serpentea entre Andes rojizos, salinos, ocres, nevados. La altura nos deja sin palabras, sin pulso, sin ideas. El chofer nos obliga a declarar un mate y unas latas de picadillo en los papeles para la aduana, donde nos tendrán 3 horas haciendo cola al sol de San Pedro de Atacama. 

-Mirá boluda, 5 mil pesos chilenos- se emociona M. metiéndose rápidamente en el bolsillo un billete que encuentra tirado. Sospechamos que la suerte nos sonríe, a pesar de las veces que , entre chiste, nombramos al Presidente P. en el camino andino, un sujeto públicamente conocido por su condición de mufa.

Tenemos hambre y sed y la altura y el desierto insisten en mantenernos abombados. Con el dinero provisto por el destino, corremos a un almacén de frontera. En silencio, cada uno sueña con una coca gigante, un sánguche de salame, un paquete de conitos.

-No, no aceptamos- dice la almacenera, de pocas palabras y menos pulgas. –No sé qué es- replica, rechazando nuestro billete de muchos ceros.  El mundo de nos viene abajo.

Salimos del almacén con las manos vacías, intentando descifrar qué carajo había sucedido. –Cualquiera, son guaraníes. 5 mil guaraníes dice acá, qué boludo.

Lentamente avanza la cola. Un pachorriento perro policía no se digna a olfatearnos. Duerme la siesta del atardecer polvoriento en el desierto más seco del planeta. Hora de seguir viaje.

A las 2 de la mañana las luces de Antofagasta se recortan sobre los cerros y acaban donde comienza el mar. El Terminal, que ahora es masculino, está despoblado. Preguntamos por un hostel barato. Los antofagastinos no parecen comprender nuestro concepto de hostel, y nos mandan al sitio más barato donde se pueden conseguir 7 camas en una madrugada de enero.

-Acá duermen los malandras que llegan a la ciudad a robar- nos advierte el taxista que nos conduce al hostel en cuestión.

La noche cerrada en un país desconocido da miedo, pero más miedo da la señora que nos recibe en la puerta del sucucho que –en ningún lugar del mundo y bajo ninguna circunstancia- podría denominarse hotel.

Regaladísimos, en medio de una calle sucia que subía el cerro, con nuestra montaña de bolsos, toda la plata de las vacaciones y nuestra evidente pinta de turistas, atendemos absortos a la descripción que el tachero hace del barrio, elocuentemente.

-Por esa calle está lleno de colombianos ladrones. Vinieron  un montón en los últimos años. Hacen su trabajo en la calle y vuelven a dormir al hotel. Yo no sé quién se los recomendó, pero bueno, si ustedes se quieren quedar, les aconsejo cerrar bien la puerta y dormir con las cosas cerca- dice el hombre señalando la esquina por donde pasean sujetos que miran y miran.

Por supuesto, le rogamos al taxista que permanezca con nosotros y que, por favor, nos deposite en un lugar seguro. Está claro que, después de la exposición del tipo y la observación del paisaje que nos rodea, ya nada ni nadie nos parece seguro, pero ese hombre es nuestra única referencia conocida en el norte de Chile.

Tras hablarnos sobre robos y mastufias de chilenos y colombianos por el centro y la periferia antofagastina, el hombre nos asalta impunemente con el precio del viaje. Aún así, confiamos en el segundo sitio al que nos lleva.

Somos 7, los cálculos de paridad de las habitaciones no cierran, pero no queremos dejar a nadie durmiendo solo. La paranoia es más que suficiente para intentar dormir con un ojo abierto. Así que, fieles a nuestra tradición comunista para la toma de decisiones, nos reunimos en una habitación tamaño caja de zapatos a barajar opciones para el día siguiente.

Está claro que, en caso de poder conciliar el sueño, no dejaremos nunca de abrazar nuestras mochilas. Para variar, Personal y Movistar nos anuncian, a modo de bienvenida, que nos cobrarán en dólares lo consumos en Chile. Duele en los bolsillos avisar a casa que llegamos a destino. Vuelan un par de mensajes desde el único celular que conserva carga, porque ningún enchufe en la geografía chilena coincidirá jamás con el patrón de patitas de nuestros cargadores.

Armamos, finalmente, una subcomisión responsable de levantarse temprano y conseguir pasajes para desertar cuanto antes de Antofagasta. Nos encomendamos a alguna instancia divina y, ahora sí, puteamos con razón al señor Presidente y a sus reiteradas apariciones en las conversaciones previas. La situación no daba para chistes. Abandono entonces la idea de escribir un mensaje rezando estamos bien los 33.


Día 4

De noche, todos los gatos son pardos. De día, a medida que recorremos calle Latorre, la ciudad se nos hace más amigable. Las desventuras anteriores comienzan a resultarnos graciosas. Lo que no nos hace gracia es la cifra que nos ofrecen en todas las casas de cambio que recorremos. Guardamos la profunda esperanza de que los números mejoren a lo largo de la ruta.

Ya está: llegamos al Pacífico. Lo vemos inmenso y azul. Nos zambullimos en una playa atestada de gente. Moverse por la ciudad no es fácil, sobre todo por las distancias lingüísticas. Nos vemos obligados a reconocer entre liebres (nuestros colectivos urbanos), colectivos (taxis compartidos con destinos fijos) y taxis (nuestros taxis, sólo que mucho más caros). Discusiones mediante, acordamos adaptar nuestro lenguaje.

Habíamos desayunado leche cultivada y pan con queso y merken. Sin querer, por supuesto. Por puro desconocimiento. El merken era una cosa extremadamente picante para ser ingerida en el desayuno de un argentino promedio. Sobrevivimos, e incluso lo incorporamos para próximas comidas, lo suficientemente embadurnadas en palta para convencernos de nuestra presencia en Chile. Para la cena, compramos unas chaparritas en un kiosco callejero.

Al fin de cuentas, Antofa no estaba tan mal, pero ya nos había asustado bastante, por lo que 24 horas en la ciudad de la portada nos pareció tiempo prudente. En eso, conseguimos frenar una liebre. Golpeamos a varios antofagastinos con nuestro equipaje indisciplinado, obvio y nos dispusimos a esperar, tirados en el Terminal, que llegara el Pullman –siempre demorado- que nos depositara en Caldera, en la otra punta de la siguiente región. Pero es letra de otro post.   


Ver Travesía por la costa chilena en un mapa ampliado

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